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El huerto (Ocnos V ) Luis Cernuda






El huerto

Alguna vez íbamos a comprar una latania o un rosal para el patio de casa. Como el huerto estaba lejos había que ir en coche; y al llegar aparecían tras el portalón los senderos de tierra oscura, los arriates bordeados de geranios, el gran jazminero cubriendo uno de los muros encalados.

Acudía sonriente Francisco el jardinero, y luego su mujer. No tenía hijos, y cuidaban de su huerto y hablaban de él tal si fuera una criatura. A veces hasta bajaban la voz al señalar una planta enfermiza, para que no oyese, ¡la pobre!, cómo se inquietaban por ella.

Al fondo del huerto estaba el invernadero, túnel de cristales ciegos en cuyo extremo se abría una puertecilla verde. Dentro era un olor cálido, oscuro, que se subía a la cabeza: el olor de la tierra húmeda mezclado al perfume de las hojas. La piel sentía el roce del aire, apoyándose insistente sobre ella, denso y húmedo. Allí crecían las palmas, los bananeros, los helechos, a cuyo pie aparecían las orquídeas, con sus pétalos como escamas irisadas, cruce imposible de la flor con la serpiente.

La opresión del aire iba traduciéndose en una íntima inquietud, y me figuraba con sobresalto y con delicia que entre las hojas, en una revuelta solitaria del invernadero, se escondía una graciosa criatura, distinta de las demás que yo conocía, y que súbitamente y sólo para mí iba acaso a aparecer ante mis ojos.

¿Era dicha creencia lo que revestía de tanto encanto aquel lugar? Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén, sugerido en aroma, en penumbra y en agua, como en el verso del poeta gongorino: «Verde calle, luz tierna, cristal frío».

1 comentario:

  1. Yo traté de llevarla al huerto, pero ella no quiso. Es una chica difícil.

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