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MORIR DOS VECES II. Reina Maria Rodriguez





II



Tocaba unos acordes en él pequeño piano de juguete

sin imaginarme

que mi piano Boston sería masacrado poco después.

Para ellos, era solo un mueble más con comején,

para mí, la música.

Dolor de eso que llaman cultura

tan exterior a tener o no tener un piano,

un pasado.



Con sus notas enamoré al vecino

cuando él cerraba la ventana.

Con sus bemoles me reconciliaba

ante todo imposible.

Blusa de cuadros negros y dorados

como las teclas de nácar

envejecidas

rígidas.



Siento el olor de la madera

subir desde el basurero donde lo echaron

a reclamarme otro fin.

Siento el vestido congelándose en la espalda

ahuecada

ante el vacío del espacio dejado.

Fascismo de estos jóvenes que no saben

amar el lenguaje.

No saben que el búcaro era de bacarat por su sonido

cuando se balanceaba sobre él con flores

que no eran plásticas.



Angustia de los martinetes apretándose más por sobrevivir

contra tal avalancha: ojitos vigilantes, de niños.

Irreverencia. Horror.



Yo le quería enseñar a mi nieto una octava

(esa escalera abstracta que no subiré más con él

desentonando un do, un sí,

por la arbitraria escalera del piano)

—la que siempre encontrábamos

abierta hasta la casa de Josefita,

la maestra de Laguna y San Lázaro—

para que me aconsejara, pero ella tampoco

podía salvarlo ya.



Si mi hermano tenía que volver a morir con la muerte del piano

Sin acordes, a machetazos limpios

Como es todo aquí

¿cómo resistir por dos veces tal sacrilegio

o esperar un milagro?

¿La resurrección del piano, un sonido?

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