Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel
pianista, quien siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos
nombres tu imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas
semanas a su país y a los suyos. Aunque no aprendieras su vuelta por haberle
visto cruzar la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el
piano al anochecer te lo decía.
Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya
pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin
saber por qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante
melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y
un futuro igualmente desconocidos.
Años después otras veces oíste los mismos sones,
reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te
parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la
expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el
cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.
El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en
éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una
habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música
fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la
fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas.
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