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MORIR DOS VECES. III Reina Maria Rodriguez






III


Después del llano vino una serenidad espectral

de actores que pierden un maquillaje

que se descorre con la lluvia.

El maquillaje es el dolor, la lluvia va borrándolo,

descorriéndolo

y aparece otro rostro, no más real, sino más lúcido.

“No tenemos piano, tenemos lluvia”.

“No tenemos dinero, tenemos lluvia”, decía él gritando.

Subí para ver las trazas

—polvo de comején en los escalones mojados

blancos, fríos, duros,

de una octava moribunda

recalcitrante

donde pedazos de madera sobreviviente aún

gemían.



Anécdotas que quedarán

sobre la muerte del piano

sin acta de defunción

a mano de vándalos.

Mi frustración es que no supe salvarlo.

No supe conmoverlos, perdonarlos.

Verlo subir por la roldana en pleno precipicio a los ocho años,

verlo morir arrastrado casi cincuenta años después

escaleras abajo.



Recé y recé contra el muro del mar

—el agua apenas salpicaba melodías:

ejercicios de Czernic

difíciles de reconstruir

claudicando

ante dramas ordinarios que se irían con la artritis.

Fugas de Bach

desaparecidas entre una ola y otra,

reventadas contra el muro

“salándose”.

“Lago de cómo”, “Habanera tú”,

“Por ahí viene el chino”…

El piano que vivía conmigo ya no está.

como no está marcada la diferencia en la pared

entre tener o no tener un piano.

La diferencia entre oír o no oír una nota,

tener o no tener un destino.



¿Con qué ojos miraba Miles Davis desconcertado

aquel asesinato?

¿Cómo le dejaron presenciar una cosa así?

Ninguna respuesta me podrá consolar.

¿A quién acudir contra esta barbarie que se llama

sociedad?

“Ni locos ni sentimentales

—dice Ford Madox Ford—

solo cuerdos mediocres”

que resisten la ansiedad y no revientan

como cada una de sus cuerdas

sofocadas ayer

en silencio

sin vibrar más.



¿Cómo enterrar un piano, una vergüenza?

Aprecio cada vez más los bárbaros, ellos

no jugaron a la mentida civilización tantas veces.

Ni siquiera habrá un piano.

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