Jardín antiguo
Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a
través de un arco aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor
teñían de verde las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir afuera,
encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda,
densa, serena y misteriosa.
Luego estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos
altos magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien
servía de pedestal una columna. Al pie de la escalera comenzaban las terrazas
del jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de
una cancela y unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos
y adelfas en torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un
ciprés cuya copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se
animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas
que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El
rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de
calor. Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías
blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía esbelta como
el cáliz de una flor.
*
Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje.
Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida
como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el
alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos.
Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce
podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la
fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en
tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de
la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.
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