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La catedral y el río (Ocnos XII ) Luis Cernuda






La catedral y el río

Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz. Entre el altar mayor y el coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos. Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las vidrieras, dejara suspendida allá en la altura su cálida aureola. Cayendo de la bóveda como una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la sombra. Y tras de las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en alguna capilla blanca formas enérgicas y extáticas.

Comenzaba el órgano a preludiar vagamente, dilatándose luego su melodía hasta llenar las naves de voces poderosas, resonantes con el imperio de las trompetas que han de convocar a las almas en el día del juicio. Mas luego volvía a amansarse, depuesta su fuerza como una espada, y alentaba amoroso, descansando sobre el abismo de su cólera.

Por el coro se adelantaban silenciosamente, atravesando la nave hasta llegar a la escalinata del altar mayor, los oficiantes cubiertos de pesadas dalmáticas, precedidos de los monaguillos, niños de faz murillesca, vestidos de rojo y blanco, que conducían ciriales encendidos. Y tras ellos caminaban los seises, con su traje azul y plata, destocado el sombrerillo de plumas, que al llegar ante el altar colocarían sobre sus cabezas, iniciando entonces unos pasos de baile, entre seguidilla y minué, mientras en sus manos infantiles repicaban ligeras unas castañuelas.

*

Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila, cuando el sol se iba poniendo entre leves cirros morados que orlaban la línea pura del horizonte. Siguiendo con rumbo contrario al agua, pasada ya la blanca fachada hermosamente clásica de la Caridad, unos murallones ocultaban la estación, el humo, el ruido, la fiebre de los hombres. Luego, en soledad de nuevo, el río era tan verde y misterioso como un espejo, copiando el cielo vasto, las acacias en flor, el declive arcilloso de las márgenes.

Unas risas juveniles turbaban el silencio, y allá en la orilla opuesta rasgaba el aire un relámpago seguido de un chapoteo del agua. Desnudos entre los troncos de la orilla, los cuerpos ágiles con un reflejo de bronce verde apenas oscurecido por el vello suave de la pubertad, unos muchachos estaban bañándose.

Se oía el silbido de un tren, el piar de un bando de golondrinas; luego otra vez renacía el silencio. La luz iba dejando vacío el cielo, sin perder éste apenas su color, claro como el de una turquesa. Y el croar irónico de las ranas llegaba a punto, para cortar la exaltación que en el alma levantaban la calma del lugar, la gracia de la juventud y la hermosura de la hora.

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