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El miedo (Ocnos VI )







El miedo

A Guadalupe Dueñas

Por el camino solitario, sus orillas sembradas de chumberas y algún que otro eucalipto, al trote de las mulas del coche, volvía el niño a la a la ciudad desde aquel pueblecito con nombre árabe. ¿Cuántos años tendría entonces: cinco, seis? Él mismo no lo sabía, porque el tiempo, la idea del tiempo no había entrado aún en su alma. Pero aquel anochecer entraría en ella otra idea nueva y terrible, a la que sólo el adulto puede, si es que puede, enfrentarse.

A través de la ventanilla del coche iba viendo cómo el cielo palidecía, desde el azul intenso de la tarde al celeste desvaído del crepúsculo, para luego llenarse lentamente de sombra. ¿Le alcanzaría fuera de la casa y de la ciudad la noche, de cuya oscuridad creciente le habían protegido hasta entonces las paredes amigas, la lámpara encendida sobre el libro de estampas?

Un miedo, de cuya aparición súbita en él acaso no se daba cuenta, atendiendo más al efecto que a la causa, le prevenía contra el mundo nocturno a campo abierto: el miedo frente a lo extraño y lo desconocido, y que comenzaba a traducirse para su conciencia infantil, con prisa, con afán, con angustia, en la presión de un movimiento incontenible (que las mulas del coche apresurasen el paso) huyendo hacia adelante.

Muchos años más tarde te dijo alguna vez que él mismo desconocía aquella voz que de su entraña salió, oscura, amedrentada, diciendo: «Que va a caer la noche, que va a caer la noche», para prevenir a los otros, que no le hacían caso, que nadar podían quizá, contra aquel horror antes desconocido: el horror a los poderes contrarios al hombre sueltos y al acecho en la vida.

Tú, que le conociste bien, puedes relacionar (con el margen inevitable de error que hay entre el centro hondo e insobornable de un ser humano y la percepción externa de otro, por amistosa que sea) aquel despertar del terror primario y ancestral en un alma predestinada a sentirlo siempre, aunque intermitente, con la expresión que luego él mismo iba a darle cuando hombre en un verso: «Por miedo de irnos solos a la sombra del tiempo».

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