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UN REZO. Alicia Louzao







CAPÍTULO V. UN REZO


Que nos devuelvan a nuestros muertos.
A nuestros cadáveres dulces.
Que nos los devuelvan envueltos en papel suave y con lazos de color violeta y de color azul.
Cubiertos de flores que aún huelen a todas las cosas buenas.
Que nos devuelvan los que se fueron los fines de semana a curar a los caballos de una herida y a acariciar el agua en la cara.
Porque la calma sería que nos devolvieran lo que fue nuestro,
lo que se movía entre las sombras,
lo que centelleaba infusiones de menta y lo que se peinaba las canas en los espejos.
Que nos devuelvan a nuestros muertos.
A nuestros cadáveres dulces.
Se movían con los vivos entre bizcochos y fiestas de agosto. Se dejaron los relojes encima de la mesa cuando se fueron, se dejaron las puertas de los armarios abiertas y se dejaron la leche y los yogures. Se dejaron la plata y los manteles de lino bordados por las manos de un muerto. Se dejaron los árboles y las nueces, el pan en la puerta y los escalones sucios.
La escoba en el suelo.
Que nos devuelvan a nuestros muertos,
para que nos miren de frente y nos adviertan
de todo lo que desaparecerá como el polvo
mientras sonríen.
Piel transparente.
Y nos acompañan a la visita al supermercado y eligen helado de chocolate, naranjas, manzanas rojas, redondas, crema de manos, colonia Nenuco, galletas con pasas.
Y van lanzando los productos al carro.
Con su piel transparente.
Venas en los ojos.
Que nos devuelvan a nuestros muertos.
Muertos bajo la tierra.
Sería la justicia que aclamamos los que nos dejamos atravesar por la lluvia y los que caminamos solos por la calle,
esperando los perros,
los que guardamos los relojes que ellos olvidaron.
Los árboles con sus nueces.
Los que recordamos las canas frente al espejo.
Los que tenemos el corazón pequeño y azul y dentro de un pájaro de oro.
Y ellos,
piel transparente.
Los llevaríamos a una terraza con las bolsas de la compra crujientes.
Les invitaríamos a aceitunas, a una fanta de naranja, a un cigarrillo o a una barrita de chocolate.
Ellos nos mirarían agradecidos.
Ojos en las venas.
Y recogerían su reloj olvidado, las nueces en los árboles, la plata, el mantel de lino sobre la cara.
Que nos devuelvan a nuestros muertos.
A nuestros cadáveres,
dulces,
bajo la tierra.

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